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Reflexión a manos rojas y guitarras

Estaba tocando guitarra, tratando de encontrar una distracción en el aislamiento, reactivar también mi proceso creativo cuando, de repente, empezó a caer la sangre de mi nariz. No es la primera vez que me pasa, de pequeña me acostumbré a cargar pañuelos todo el tiempo conmigo. Concentrada en escuchar los ecos de mi guitarra, tenía la cabeza recostada sobre el hombro para sentir la vibración de las cuerdas, quería saber ellas qué decían. Escribí un par de acordes, susurré algunas melodías y, justo en el puente de palabras en donde sentí la llegada de una idea cálida y desgarradora, bajaba lentamente por mi boca, con la suavidad de la textura de los pétalos de rosa, mi propia vida. ¿Suena dramático? Tengo en la cabeza muchas ideas que necesitan de instrumentos para poder existir correctamente. Resulta curioso que cuando decidí sentarme con disciplina a buscarlas y rescatarlas de mi mente, entonces mi cuerpo se manifestó en desacuerdo haciéndome huir al baño.


No me levanté rápidamente para limpiar la sangre en mi rostro. Me preocupó más dejar mi guitarra segura que ensuciar mi ropa de dormir. Inútilmente cubrí la nariz con mis manos, y la sangre se filtró por la tela dejándome en la piel tatuajes de ríos secos y quebrados. Una bolsa de paños húmedos se escondía mientras cada gota caía; como estas situaciones son tan comunes para mí, tengo la posibilidad de pensar en sus particularidades. La sangre es líquida, pero cae en la madera densamente. ¿Cómo sonaría si fuera una nota musical? ¿Es, acaso, esto algún tipo de performance para mí? No encuentro belleza en el sabor del hierro que se desliza por mi garganta, como un secreto, y me hace querer vomitar, tampoco en la temperatura que sube a mi frente y sepulta mis párpados. He gritado, en varias ocasiones frente al espejo, para que pare la sangre. Podrían ser estas palabras hasta un mensaje político, pero no vienen a la situación.


Cada gota que cae crea una forma, se solidifica, se plasma, se entierra, "se graba". La superficie se vuelve una tela extensa, un cubo blanco, un nuevo cuerpo, un saludo y una despedida. Cobra vida débilmente, pero su impacto llena. Veamos. Abro la puerta de mi cuarto mientras mi boca es una pecera en donde nada mi lengua en la tibieza del líquido que de mí se desprende. Cierro la puerta del baño, inclino mi cabeza sobre el lavamanos, sin ignorarme frente al espejo, tú y yo aquí de nuevo. Retiro mis manos para subir las mangas húmedas hasta los codos, abro la llave y corre el agua, corre la sangre .¿No son lo mismo, pero de distinto color? Un hilo de palabras. Sobre la cerámica la sangre no es compacta. Hermosos espirales, cada salpicadura es una fiesta. Toda esta vitalidad rápidamente se escurre por el sifón de metal, que también actúa como un espejo. De repente no soy yo, sino un cúmulo de luces y sombras, una masa que refleja la silueta de los crespos de mi cabello. Trato de hallar mis ojos, cae más sangre.


¿El arte no consiste, entonces, en tratar de detener ciertos momentos de la vida? Suena a que es una visión muy romántica de las cosas. Al contrario, es bastante sencillo. Cada trazo en la pintura, cada hendidura en la escultura, cada cortada sobre la madera, cada pausa en el vídeo, cada paso en la coreografía, etc., congelan la mirada sobre la terraza del tiempo. Viene a mí la idea de asomarse en los aros de Saturno. Todas estas muestras, con sus preocupaciones y maravillas, bien recibidas por unos, odiadas por otros, hasta ignoradas y luego rescatadas como tesoros, fueron, son y serán siempre un intento por retener el transcurso de los segundos, los cuales se deslizan como la sangre que cae de mi nariz. Noy soy lo suficientemente ambiciosa, ni torpe, para decir que hice un performance en el baño y que lamento que nadie vio mi genialidad, claro que no. Sin embargo, rescato que toda esta reflexión no se escapó por el sifón como sí lo hicieron muchas otras ideas que tuve cuando la saliva se desprendía de mi mentón.

¡Qué presencia la del color del recuerdo monocromático! Cuando la sangre paró, mis manos estaban tan frías que podrían actuar como un despertador para sacar a alguien de un sueño. Tan frías que podrían ser también las manos de la muerte, cuánta teatralidad. Durante mucho tiempo me aferré a explotar el límite de la memoria para destruir el silencio. Me limité a articular aquello en donde no cabía duda, desaprobé el contenido de mi sueños si no podía reconocerlo. Jadeante, como un animal encerrado capaz de oler la libertad de las praderas, lastimé cuerpo contra los muros de mi habitación. Conseguí mucho, no conseguí nada; no quedó escrito. Ahora resulta que lo único que tenía que hacer era sincronizar mi cuerpo y mente para escuchar en unísono cómo el agua adornaba mi sangre con ideas que nunca volverían a ser igual de prístinas al primer momento de su llegada. Ya habían desfilado ante mí con su performativa presencia, y nadie más que yo conocía su identidad imaginada, unos estudios muy rápidos sobre la vida en ángulos incómodos para mi espalda, que les otorgó un lugar donde no tenían, tienen y tendrán por qué morir.


Ilustración propia inspirada en Pablo Picasso (2020, MLGT)

Obras

Pablo Picasso, El viejo guitarrista ciego (1903, Chicago: Museo de arte de Chicago)

Rui Cao, Guitar after Pablo Picasso (2018, Australia: SaatchiArt)








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