Se habla mucho de cómo escribir, pero no se comenta sobre qué sucede cuando no se puede escribir. ¿Qué se necesita? Una idea, un sujeto, una memoria. Las titilantes expresiones de un extraño que nos impactaron. Las declaraciones privadas de nuestra propia mente en las horas muertas. Hay mucho material ahí para trabajar; tantas cosas desean salir a la luz, pero, al mismo tiempo, —por lo menos en mi caso— no puedo escribir. Persigo ideas vagas, trato de atar los nudos de todo aquello que pasa por mi cabeza con rapidez, ¿cómo decirles que me den la mano? La verdadera pregunta, tal vez, es si realmente poseo la seguridad para apropiarme del contenido de mi mente, inundado de referencias e influencias.
A veces las ideas tocan mi puerta cuando estoy bañándome. Antes pensaba que la ducha era un lugar nulo, no ocurría nada más ahí que lo privado. Me alistaba para mostrarle el rostro al mundo; el espejo era mi confidente, pues mis expresiones de tragedia, molestia y felicidad quedaban sepultadas en una dimensión de vidrio. Las revisaba. ¿Acaso mis párpados estaban lo suficientemente abiertos? ¿Había limpiado exitosamente las lagañas que se acumulan por el sueño todas las noches? ¿He llorado sin saberlo? No tengo una respuesta.
René Magritte, La condición humana (1933). Galería Nacional de Londres.
René Magritte, Respuesta inesperada (1933).
Hay días en donde el agua que cae en mi cuerpo, hace brotar ideas fantásticas. Quisiera poder escribir debajo del agua en una especie de cueva sumergida en donde no me haga falta oxígeno. Pero entonces pienso que sería mejor no tener oxígeno para correr con el afán de dejar la creatividad impresa. Me rompe la necesidad de querer estar en todos los lados al mismo tiempo. Quiero salir de la ducha, secar mi piel y empezar a escribir. Quiero quedarme en la ducha y darle cuerda a esta maquinaría de ideas puras, agonizantes y concretas. ¿Estará mi cuerpo diciendo algo? No sé si este afán es sinónimo de una advertencia.
Tengo ideas. Corren, siento que sube la fiebre por mi cuello. Mis manos tiemblan, mis dedos buscan sujetar un lápiz para poder escribir. Son traviesos, tanto que a veces pienso que no son una extensión de mí, sino un sujeto aparte con sus propios pensamientos y agitaciones. ¿Qué pasa cuando llego a la hoja? Nada. Salí rápidamente de la ducha para encontrarme con una pantalla, con un papel que tiene la misma consistencia que el espejo. Cristalino, pero con una profundidad inalcanzable; yo apenas estoy en la orilla. Trato de hilar palabras, buscar compañeras, tejer metáforas, construir un puente para todas reflexiones. Abro caminos, cierro ventanas, me asomo a las puertas que esconden horizontes inimaginables. He visto, he soñado, he sentido, pero no he escrito absolutamente nada.
3. René Magritte, El terapeuta (1937).
4. René Magritte, La clef de champs (1936). Museo Thyssen-Bornemisza.
No poder escribir es similar a la gastritis. Quema los órganos, genera incomodidad al tratar de acostarse o sentarse; siento que tengo una flecha que perfora mi costado. Podría escribir sobre cómo me siento igual a San Sebastián mártir, quien murió por defender sus creencias y luego fue resucitado. No obstante, estas comparaciones me parecen trilladas. ¿Quién soy yo para devolverme a la historia? Siento que tengo una cruz de espinas sobre la cabeza, la cual perfora mis sienes. Cito a Rafael Alberti como si se tratáse de una oración que me asegura algún tipo de alivio. Pienso que en la repetición encontraré el secreto de la meditación:
"¡Oh qué clamor bajo del seno breve;
qué palma al aire solitario aliento,
qué témpano cogido al firmamento,
el pie descalzo, que a morir se atreve!"
Malva-luna-de-yelo (1902).
Mi pausada respiración me hace creer que tengo un episodio de taquicardia, así el cuerpo me diga lo contrario. Esta agitación es tan fuerte que todos los giros del aire que salen de mí se condensan en una pesadez tan elástica e imponente. Entonces, siento que ya viene el gran anunciamiento de mi cerebro. De pronto, a pesar de todo, vendrá un milagro que fracturará las rocas de mi consciencia y brotará el hierro, formando bellas esculturas que sostienen instrumentos musicales. Y, por una vez, dejaré de sentirme sola.
Mis oídos retruenan, se adormecen mis articulaciones, quiero escribir, pero no puedo. Quiero darle orden a este desvarío, pero solamente encuentro el cortejo estúpido de mi propio tedio. La identidad de la rima desaparece y nadie puede decirme cómo ingeniármelas para darle a la escritura —a el amor— algún tipo de forma.
Cito a Bécquer:
"El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor oculta crece
en un claustro sombrío".
Rima LIV, Rimas (1871).
Todo es tan similar. Conozco los verbos, los sujetos y los adjetivos; la función de cada oración, el peso de hilar una frase y terminar por conjugar para describir que mis pies, en este momento, se han anclado al borde de la silla. Escribo a punto de desmayarme, pero mis sentidos están más agudos que nunca. Me carcome la enfermedad de no poder escribir. ¿Quién puede relacionarse con este malestar? No puedo parar, esta es la impotencia moderna, me otorga libertad para caer en la tumba que he construído.
No puedo escribir. Sin embargo, entiendo esta articulación melódica de segmentos sin sentido. Me ocupo por tratar de representar una idea, asciendo, como vapor, al universo sin dejar nada por mi paso. Como advertí, no puedo escribir. Exalto mis memorias, llamativas, listas para ser devoradas. Desorbitadas, contrapuestas, pero nunca desalentadas. Este es el peor castigo. Cito a Neruda:
"No lo guardes,
avaro,
corriendo frío como
relámpago mojado
debajo de tu olas".
Oda al Mar.
No encuentro la fecha, las pulsaciones siguen vigentes, discursivamente. Escribo sobre todo lo que no quiero escribir y con las puntas de los dedos tocando mi frente, sostengo el miedo como si fuera el primer amanecer que vio el hombre. Autorizo a esta pasión a cortar las retahílas de las impresiones. Enumero y clasifico los recuerdos, tengo frío gracias a esta amarga ironía . Me domina la búsqueda por la semejanza. Entro al laberinto del minotauro con valentía... soy la presa de la causa y el efecto.
Atravieso el follaje... escribo sobre no poder escribir una vivaz parábola.
5. René Magritte, Victoria (1939).
6. René Magritte, La clarividencia (1939). Colección privada.
MLGT.
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