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Esperar el azul, que no es el color del cielo

En la obra de Marc Chagall (1887-1985) encuentro un impulso que trasciende la llama de la vela que hasta luego de ser apagada es capaz de crear visiones en la mente de las personas que pudieron presenciar su resplandor en la habitación. Ese impulso no se encargaba de traer la luz natural para que los objetos pudieran exhibir sus cualidades más vistosas. Al contrario, la llama arrojó sobre todos estos la posibilidad de revelar su esencia y el porqué de su razón de ser. Se abre la puerta a explorar la nostalgia y el optimismo que, curiosamente, se desprende de ella. ¿A qué dirigirse cuando todo lo que compone la mente son recuerdos? La respuesta que yo encuentro en Chagall está en dejarse llevar por las inquietudes al construir mundos nuevos en donde el paso del tiempo deja de ser un verdugo. En sus pinceladas se encuentra el suspiro, el soplo de vida, que sale del pecho cuando la cabeza cae con tranquilidad sobre la almohada. Es posible llegar a experimentar, entonces, la rotación de las cadenas de átomos, cargadas de energía vital, que componen las luces y sombras que delinean las impresiones que podemos llegar a reconocer y nombrar en este mundo.


Chagall es para mí un maestro de la sinestesia, pues, en lo personal, siento que le da a los sueños que nunca existieron una escalera para elevarse hasta el punto más radiante de la mente en donde las emociones desfilan triunfantes. Los sueños que nunca se materializarán tienen en la pintura de Chagall la llave para abrir una narrativa de carácter cosmogónico, pues la tragedia que cargan los ha convertido en poesía pura, en el pedestal que sostiene la creencia invencible del corazón.

Una de mis obras favoritas es El paisaje azul (1949). Siempre me resulta interesante la imposibilidad de definir topográficamente qué sucede en las obras de Chagall. Puedo ver un río, tal vez una franja que bordea con ondulaciones las colinas o las dunas de arena. Tal vez el triángulo de la parte inferior derecha sea la vela de un barco, una pequeña embarcación que está saliendo de algún lugar por ese estrecho o, de pronto, que está entrando a un territorio nuevo. ¿Qué bordea más allá? ¿Serán las ruinas o una ciudad? En esta pintura el cielo se refleja en el cuerpo de agua, si es que este es realmente eso. ¿Será al revés? ¿Chagall nos está presentando realmente el espejismo de un charco, citando la mitología? Buscando encontrar lo efímero; el narcisismo que penetra la búsqueda de guardar memorias. Si es así, entonces tiene sentido que el pez habite en el cielo, este bailará con la luna eternamente, pero será siempre más brillante que ella. La luna ha cedido la luz que roba del sol para que el pez, en el entramado de sus escamas, sea el faro luminoso. Dará infinitas vueltas y sus aletas trazarán mapas que llevan a tesoros que nunca podrán ser recuperados. La luna, entonces, permanecerá en la sombra. Aguardará a la invención de las emociones para divulgar sus secretos al preguntar a los ojos del pájaro qué están viendo con tanto detenimiento.


Este pájaro tiene plumas flamígeras, en ellas están los rayos del sol. Bailan, lo elevan y este no necesita de las alas convencionales porque en este mundo la caída ante la realidad no alcanza a ser una sombra, pues no es un misterio que aqueje en absoluto el sonido de las esferas. La promesa del vuelo sepulta las murallas de la naturaleza, ya que la tierra y el cielo no están separados. Es la proximidad de todos estos elementos, aparentemente contradictorios, donde está la genialidad del simbolismo. Según Chagall, una pintura era una superficie cubierta con representaciones de cosas, donde la lógica y la ilustración no tienen importancia. Por eso, el polvo de las estrellas, la mirada íntima a las galaxias, es meramente un sarpullido de gotas de pintura.


Aquí predomina el azul, un color rechazado, un color considerado como bárbaro, un color de segundo nivel, un color que proviene de una variedad de pigmentos antiquísimos y, luego de su comercialización, costosos. ¿Azul, el color de qué emoción? Dos rostros, una dualidad, una representación masculina de un perfil, una cara ovalada con labios rojos y pestañas lucientes para la mujer. Él sostiene en sus manos el centro de su otro ser. ¿Serán un complemento? ¿Se puede descifrar algo sobre ellos? Por la posición de las manos, él cuida de ella, en un abrazo la protege, su mirada le regala al espectador el tono de un amor impronunciable. Ella mira con detenimiento algo más, algo ajeno, algo absurdo. Parece que el hombre toma con delicadeza el rostro de la mujer para acostarla en una cama de flores, un tapete de colores vivos y estridentes. ¿Reposará por siempre? ¿Está avivando algo que ya fue? ¿Hablará este cuadro de la muerte o de la vida? Tal vez es reduccionista admitir que en este paraje de la invención de Chagall son las interpretaciones netamente binarias, compuestas por una pareja de opuestos, las que llegarían a tener sentido. Sin embargo, todos estos pensamientos divagan. Recorren lentamente cada tramo de esta pintura, extendiéndose en los detalles, para nunca volver al lugar de partida original y renovar mi visión siempre que la vea. Entraré con duda, pero nunca podré clasificar nada. Esa será la ganancia.


El mundo de Chagall es un misterio y yo, tal vez, al trazar las líneas de correspondencias, podré llegar al primer paso, lo repito, la sinestesia. El acercamiento a lo espiritual, la exaltación de la creencia sin pretensión expresa estas visiones. Más allá de la naturaleza se difuminan los colores; plasmar los sueños es dialogar con alusiones. Un estado de ánimo en tensión. ¿Para qué quiero denominar los colores de la naturaleza con lo que ya sé? Rimbaud dijo que estos se asociaban con vocales. Y todo lo que se pierde en este paisaje de Chagall parece pintarse de nuevo, capa tras capa, escondiendo y revelando que el tiempo se desvanece y que la era de nuestros recuerdos ha pasado.


MLGT.






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